El Abad Tibetano :
El abad de un monasterio del remoto Tíbet era un hombre muy anciano, pero con gran lucidez mental y notable energía. En el monasterio había un buen número de novicios de las más diversas edades, así como algunos monjes. Bajo el cielo azulado de la altiplanicie, en el reconfortante silencio de las montañas, novicios y monjes recitaban las escrituras, practicaban meditación y efectuaban las ceremonias litúrgicas propias de su religión. Pero había dos monjes que a menudo evitaban su presencia en estos actos y se dedicaban a charlotear sobre trivialidades. El abad era un hombre muy paciente y, aunque era consciente del proceder de sus discípulos, nada decía. Prefería dejar pasar el tiempo para ver si los jóvenes, por ellos mismos, comprendían lo equívocado de su actitud. Era un lama comprensivo y que no coaccionaba a los aspirantes. Pero el tiempo discurría con la facilidad con que las nubes cruzan por el cielo, día tras día. Los monjes persistían en su proceder y en verdad que cada día se iban tornando más abúlicos y ya apenas asistían a ningún oficio, ni leían las escrituras, ni practicaban la meditación.
El abad hizo llamar a los dos jóvenes y les atendió en su propia celda. Dijo en un tono afectivo:
- No os puedo seguir ocultando que me duele ver cómo, día a día, consumís vuestra vida sin tratar de acercaros a vuestra naturaleza iluminada. Os habéis vuelto unos insolentes. No quiero reprenderos, porque cada persona debe responsabilizarse de sus actitudes, pero soy vuestro maestro y tengo que advertimos de que os habéis dejado ganar por la negligencia.
Los jóvenes se quedaron pensativos durante unos instantes. Miraron al venerable lama y vieron en su rostro surcado por las arrugas de la ancianidad cuánta paz y compasión se reflejaban. Uno de los jóvenes dijo:
- Pero, venerable lama y respetado maestro, tú nos diste la iniciación. ¿No es suficiente para que, con el poder que nos transmitiste con la iniciación, podamos evolucionar? ¿No basta ese poder para que vayamos aproximándonos a la mente iluminada, al Nirvana?
El anciano guardó silencio. Los jóvenes se postraron ante él y abandonaron la angosta estancia. Pasaron unos días y he aquí que una hermosa mañana el venerable lama colocó en las manos de cada uno de los jóvenes un frasquito herméticamente cerrado que contenía el oloroso perfume de sándalo. Les dijo:
- Colocad el esenciero en vuestra celda.
Los monjes, extrañados, dejaron el esenciero en las respectivas celdas. Si el lama así lo solicitaba, por algo sería. Y transcurrieron algunas semanas. Cierto amanecer, el abad se acercó a los monjes que, como era habitual en ellos, estaban holgazaneando, y les dijo:
- Haréis penitencia. Os quedaréis en vuestra celda encerrados durante tres días, en ayuno.
- Pero, ¿por qué? -protestaron perplejos los monjes.
- Porque no oléis a sándalo.
- ¿A sándalo?- preguntaron cada vez más consternados.
- Sí, a sándalo -dijo con firmeza el abad-. Os di un esenciero con sándalo y ningún día he apreciado que oláis a su perfume.
- Pero, ¿cómo vamos a oler a sándalo si el frasquito que nos diste lo hemos tenido cerrado? -replicaron.
El abad, les miró en silencio unos instantes. Luego rompió el silencio para decir:
- Además de holgazanes e insolentes, sois unos necios. ¡Claro que no podéis oler a sándalo, puesto que aunque os he obsequiado con el sándalo de mejor calidad, está herméticamente cerrado en el esenciero! De igual modo, os dí la iniciación más poderosa, pero en lugar de utilizarla y desplegar su poder en vosotros mediante la meditación, os habéis abandonado a vuestra inexcusable indolencia. ¿De qué sirve que os haya obsequiado con el mejor sándalo si no lo habéis usado? De la misma manera, ¿de qué sirve que os diera una poderosa iniciación si con vuestra holgazanería habéis dejado que se extinga su llama?
El abad de un monasterio del remoto Tíbet era un hombre muy anciano, pero con gran lucidez mental y notable energía. En el monasterio había un buen número de novicios de las más diversas edades, así como algunos monjes. Bajo el cielo azulado de la altiplanicie, en el reconfortante silencio de las montañas, novicios y monjes recitaban las escrituras, practicaban meditación y efectuaban las ceremonias litúrgicas propias de su religión. Pero había dos monjes que a menudo evitaban su presencia en estos actos y se dedicaban a charlotear sobre trivialidades. El abad era un hombre muy paciente y, aunque era consciente del proceder de sus discípulos, nada decía. Prefería dejar pasar el tiempo para ver si los jóvenes, por ellos mismos, comprendían lo equívocado de su actitud. Era un lama comprensivo y que no coaccionaba a los aspirantes. Pero el tiempo discurría con la facilidad con que las nubes cruzan por el cielo, día tras día. Los monjes persistían en su proceder y en verdad que cada día se iban tornando más abúlicos y ya apenas asistían a ningún oficio, ni leían las escrituras, ni practicaban la meditación.
El abad hizo llamar a los dos jóvenes y les atendió en su propia celda. Dijo en un tono afectivo:
- No os puedo seguir ocultando que me duele ver cómo, día a día, consumís vuestra vida sin tratar de acercaros a vuestra naturaleza iluminada. Os habéis vuelto unos insolentes. No quiero reprenderos, porque cada persona debe responsabilizarse de sus actitudes, pero soy vuestro maestro y tengo que advertimos de que os habéis dejado ganar por la negligencia.
Los jóvenes se quedaron pensativos durante unos instantes. Miraron al venerable lama y vieron en su rostro surcado por las arrugas de la ancianidad cuánta paz y compasión se reflejaban. Uno de los jóvenes dijo:
- Pero, venerable lama y respetado maestro, tú nos diste la iniciación. ¿No es suficiente para que, con el poder que nos transmitiste con la iniciación, podamos evolucionar? ¿No basta ese poder para que vayamos aproximándonos a la mente iluminada, al Nirvana?
El anciano guardó silencio. Los jóvenes se postraron ante él y abandonaron la angosta estancia. Pasaron unos días y he aquí que una hermosa mañana el venerable lama colocó en las manos de cada uno de los jóvenes un frasquito herméticamente cerrado que contenía el oloroso perfume de sándalo. Les dijo:
- Colocad el esenciero en vuestra celda.
Los monjes, extrañados, dejaron el esenciero en las respectivas celdas. Si el lama así lo solicitaba, por algo sería. Y transcurrieron algunas semanas. Cierto amanecer, el abad se acercó a los monjes que, como era habitual en ellos, estaban holgazaneando, y les dijo:
- Haréis penitencia. Os quedaréis en vuestra celda encerrados durante tres días, en ayuno.
- Pero, ¿por qué? -protestaron perplejos los monjes.
- Porque no oléis a sándalo.
- ¿A sándalo?- preguntaron cada vez más consternados.
- Sí, a sándalo -dijo con firmeza el abad-. Os di un esenciero con sándalo y ningún día he apreciado que oláis a su perfume.
- Pero, ¿cómo vamos a oler a sándalo si el frasquito que nos diste lo hemos tenido cerrado? -replicaron.
El abad, les miró en silencio unos instantes. Luego rompió el silencio para decir:
- Además de holgazanes e insolentes, sois unos necios. ¡Claro que no podéis oler a sándalo, puesto que aunque os he obsequiado con el sándalo de mejor calidad, está herméticamente cerrado en el esenciero! De igual modo, os dí la iniciación más poderosa, pero en lugar de utilizarla y desplegar su poder en vosotros mediante la meditación, os habéis abandonado a vuestra inexcusable indolencia. ¿De qué sirve que os haya obsequiado con el mejor sándalo si no lo habéis usado? De la misma manera, ¿de qué sirve que os diera una poderosa iniciación si con vuestra holgazanería habéis dejado que se extinga su llama?